Con esa frase comenzó el concierto de The Sad Believers el sábado. Guitarras, mandolinas eléctricas, y una voz teletransportada desde Nashville que cautivó a todos los que allí estábamos. La voz de Pablo fue la verdadera protagonista de la noche. Durante 45 minutos se fue transformando sucesivamente en Johnny Cash, en Son House, en una voz mutante que llevaba el country y el blues en su código genético. Grandes versiones, bien elegidas e interpretadas con convicción, y, en general, un gran concierto que disfruté enormemente. Qué pena que pasarán meses hasta que se vuelva a repetir.